Datos del Libro:
Autor: Rolando Paciente.
Editorial: Tahiel.
Año: 2022.
Ilustración de tapa: Rolando Paciente.
Prólogo: Jorge Raúl Encina.
Ejemplar de la Biblioteca D. F. Sarmiento de Cañuelas.
Reseña:
PRÓLOGO
Un poemario puede ser, entre muchas otras cosas, un camino. Habría que pensar cuál de ellos.
La cultura occidental europea ha caminado por sendas de bosques y de montañas; hemos aprendido a decir por medio de ella, pero tenemos mucho más que eso; somos mucho más que eso, somos ante todo, gente de un territorio extenso, en el cual existen otros caminos tan intrincados o más que los del bosque y la montaña europea; son los caminos de la llanura interminable, de la novedad, de lo porvenir, apenas los estamos andando, somos jóvenes, y como tales, asombrados. Es la tarea del iniciador, la tarea original. Rolando Paciente abre al camino de esta tierra nuestra, su poesía es una poesía asombrada, originaria; diríamos, insoslayablemente atenida a esos andares misteriosos, perdidosos de la extensión, de ese sitio al que llamamos pampa, quechuismo, que ilustra sobre nuestro tener más, ser mucho más. Paciente asume la tarea de retratar esa realidad poéticamente, es como si no pudiera evitarlo, su idiosincrasia está caracterizada por la pertenencia a la tierra, su historia se ha desenvuelto en ese ámbito particular al que vuelve en la emoción, en la evocación, su infancia, su juventud son tributarias de una vida rural bendecida, acrisolada por el amor del padre que rotula la tierra y de la madre, entidad nutricia que puede cautivar con redondeles de tortas fritas, una creación absolutamente criolla en la cual se plasman el ganado y la mies; ambos han dado de sí el afecto profundo y sencillo con el que el hijo crece en un contexto de maravilla, de apego al terruño y a toda su magia, en un surrealismo inquietante en que la luz se insinúa como un resultado de luchas interiores personificadas en el vate que se mueve entre colores, sabores, vivencias, anunciando y deseando nueva vida con dimensiones diferentes, palabras diferentes, esperando la otredad del milagro en medio de un vacío existencial que va en camino con el viento y los silencios "con estos versos breves de cenizas azules" que remiten al ayer, al "ubi sunt" que la memoria sigue atesorando. Hay que indagar el mundo, su sentido, en el silencio de la reflexión, en líneas de meridianos y jeroglíficos que esperan nuevos soles, nuevas estrellas bajo la advocación de una deidad que está más allá del propio entender. Los recuerdos asaltan como galopes que alejan del tiempo oscuro de una pandemia, una "noche sin luz", una presencia alucinante e insinuada en fantasmagoría de remolinos que el viento "va hilando en el camino". Como condenados, aguardamos la sentencia del tiempo a "la espera del milagro". Por momentos buscamos refugio en las imágenes protectoras de una infancia de musgo y aljibe. Somos tiempo y somos viaje, el homo viator, el argonauta enviado a un viaje peligroso que puede sortear azarosamente.
Nada es más cierto: solo pasamos, somos pasajeros de un tiempo que no nos pertenece, que es solo el carril que nos permite transitar la realidad; mas en la desesperanza vuelve a asomar el sol, siempre por imperio de la memoria salvífica de un campo colorido "entre los charcos de agua y los cardos resecos", mientras la madre reina entre las pavas, el mate, el pan recién horneado y el padre ara y siembra.
Plenitud de una vivencia de cacareos y ladridos en la inmensidad.
En Serendipia, poema central de este viaje, se produce el advenimiento de lo inesperado, lo augural, el descubrimiento de otra génesis, de secretas cosmogonías junto al azar de seguir existiendo sin pedirlo con el ardor y la ceniza que con el cielo en los ojos, se desparramará en el campo cuando no seamos más.
A cada momento se presenta de nuevo la salvación por la memoria de la infancia que, tal vez, solo el poeta evoque en desmesurada oleada de imágenes: caminos, barriletes, espinillos, galopes, vecinos, el invierno silencioso, las lluvias extemporáneas, el maizal.
"Habrá que celebrar" nos desafía a la deconstrucción, a la necesidad del reinvento, en este poema aparece otra vez la palabra "pandemia", término terrífico pero realidad que sucumbirá cuando la noche se abra y vuelva la luz sagrada de los sobrevivientes aunque todavía no haya luna, aunque todavía permanezcan los fantasmas del ayer adunados a la mesa con naipes, al resplandor del fuego, a la presencia de lo sagrado, de Dios.
Una palabra puede inaugurar lo nuevo e instaurar el diálogo en poemas o en sueños, en inquietante compañía. Un soliloquio remite nuevamente a la interioridad ineludible de misterios, de signos, a "esa extraña rutina de escrutar las estrellas, de desandar distancias, de pialar remolinos".
Otro poema central lo encontramos en "Este agudo silencio". Nos parece percibir el filo que traspasa y que nos sume en los cielos y en la vastedad del olvido y el tiempo, en un misterio incomprensible, en la alternancia de lo oscuro y del alba, en un momento genitivo, cósmico de la aparición del poema. Otra vez el pasajero busca la caricia del viento, los rastros perdidos para ir a parar a espejos fantasmagóricos, a la quietud otoñal, al agua que reúne el medio rural y el citadino cuando en la lluvia, aparecen imágenes emotivas de barcos de papel que navegan entre empedrados y aceras para deshacerse en bocas de tormenta; las otras remiten a precipitaciones agrarias que cargan los techos de chapa con un golpeteo maravilloso que siempre quisiéramos oír, disfrutar porque son sinónimo de la protección ante la fuerza arrolladora del acontecer que está fuera de nosotros, amenazante; ese salvamento se robustece, otra vez, con la riqueza de la protección familiar de la madre, la abuela y la delicia de aquella mentada conjunción originaria de mate y tortas fritas.
Luego, enmudecer y esperar, esperar a que los hados nos sean más propicios, que cese la pandemia o cualquiera otra amenaza para que renazca la esperanza, por eso el poeta se posa como un hornero que aletea después de la tormenta para secar las alas y proferir, mientras suena la música estremecedora de Haendel, la conjura de la poesía munífica que es la verdadera esperanza de saltear la indigencia cuando todo es crepúsculo.
Al propio poeta ha asombrado esta génesis surreal de versos largos (tal vez como el sufrimiento padecido). Yo agrego versos largos de extensos poemas y de otros breves, como si en ellos, el creador se apeara para descansar de la larga y difícil tarea de esta cosmogonía enorme que se ha impuesto como grito del alma ante un destino que exige abroquelarse, lograr la superación de la desgracia de la única forma posible, la de la poesía.